La predicción
La crisis ha acentuado el conflicto entre el interés particular de la
clase política española y el interés general de España. Las reformas
necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los
mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular.
Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción
estructural del gasto de las Administraciones públicas superior a los
50 millardos de euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más
recortes coyunturales: hacen falta reformas en profundidad que, de
momento, están inéditas. Se tiene que reducir drásticamente el sector
público empresarial, esa zona gris entre la Administración y el sector
privado, que, con sus muchos miles de empresas, organismos y
fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas
capturadas por la clase política. Por otra parte, para volver a crecer,
la economía española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen
falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia,
especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores
regulados. Esto debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la
economía española.
La infinita desgana con la que nuestra clase política está abordando
el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente al menos,
barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su
interés particular. La única reforma llevada a término por iniciativa
propia, la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los
mecanismos de captura de rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por la UE
como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no se han aplicado.
Deliberadamente, el Gobierno confunde reformas con recortes y subidas de
impuestos y ofrece los segundos en vez de las primeras, con la
esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al final, no haya
que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún momento la
clase política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar las
reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más
pronto que tarde.
La teoría de las élites extractivas predice que el interés particular
tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que en
los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el
sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de
fila visibles de esta corriente. La confusión inducida entre recortes y
reformas tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe
las ventajas a largo plazo de las reformas y sí experimenta el dolor a
corto plazo de los recortes que, invariablemente, se presentan como una
imposición extranjera. De este modo se crea el caldo de cultivo
necesario para, cuando las circunstancias sean propicias, presentar una
salida del euro como una defensa de la soberanía nacional ante la
agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de
bienestar. También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos
presentaban la defensa de su interés particular como una defensa de la
seguridad del tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo
ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII –
El Deseado-
aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la
Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de
¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese
Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la
vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva
Gürtel! ¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la Música
Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma
que de fondo.
Una salida del euro, tanto si es por iniciativa propia como si es
porque los países del norte se hartan de convivir con los del sur, sería
desastrosa para España. Implicaría, no sólo
una vuelta a la España de los 50
en lo económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo
político y en lo social que llevaría a fechas muy anteriores y que
superaría con mucho a la situación actual, que ya es muy mala. El
calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de ratón en vez de
cola de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal menor
frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas. Los
liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los dos
partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección.
El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo
relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede
hacer algo por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir
publicando artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el
desprestigio de la clase política española es inmenso, pero no tiene
alternativa a corto plazo. A más largo plazo, como explico a
continuación, sí la tiene.